JUAN BARRETO CIPRIANI |
EL PESO DE LA REVOLUCIÓN
La
noche anterior el capitán estudió los mapas y fotografías que el coronel le
dio, por afuera parecía una casa común y corriente, como otras tantas casas que
se levantaron por la calle 13 de los Jardines del Valle, pero subterráneamente esa
casa poseía tres plantas. La construcción total era de unos 2000 metros
cuadrados, poseía dos motores generadores de electricidad, un depósito de 50000
litros de agua, sistema de refrigeración, controlador de humedad y varios
sistemas de calefacción. En el primer piso subterráneo había información sobre
la existencia de neveras industriales y espacios de almacenamiento, seguramente
para comida no perecedera, los otros dos pisos mostraba espacios amplios donde
posiblemente habría equipos modernos de tecnología, electrónica y comunicación.
El bunker poseía una sola entrada, lo que preocupaba al capitán, pensaba que
era una trampa mortal para un comando, no sabía cuántas personas podían estar
en aquel espacio, ni cómo se distribuían, cuántas armas, lo único que sabía era
que desde años se ocultaba uno de los lideres chavista: Juan Barreto. El capitán
tenía la misión de llevarlo a testificar para los juicios sobre crímenes de
lesa humanidad que le hacían a algunos jerarcas del gobierno de Maduro en la Corte
Penal Internacional. Luego de muchos estudios se supo que, de vez en vez, venía
un repartidor de pizza llevando algunas cajas para esa casa, decidieron esperar
ese día. Un sábado hubo una orden de 10 cajas de pizza para esa dirección.
Cambiaron al repartidor y al abrir la puerta entró un comando armado para tomar
el bunker. El capitán llegó al medio de una sala, una estancia común y
corriente donde una vieja, con una dentadura muy blanca para su edad, les
preguntó si quería algunos cafecitos. ¿Ca-fe-ci-tos?, pensó el capitán, algo le
hizo sacar su arma automática y ordenar a su comando a preparan sus armamentos
para empezaran a peinar las diversas zonas y tomar el control de cada una de
los niveles del bunker. Al final había ocho mujeres de diversas edades y dos
hombres musculosos que se presentaron como el chofer y guardaespaldas
respectivamente, todos cuidaban el día a día del doctor Barreto. El capitán pensó
que la situación que vivían era muy “folclórica”, pero de lo folclórico pasó a
lo grotesco, a lo extravagante, a lo absurdo cuando bajó al último piso y vio
al doctor Barreto sobre una cama especial de hospital, rodeado de tres
computadoras, dos televisores de pantalla plana, a su lado una mesa plegable
donde se podía ver vasos de diversos colores o bebidas y algunas arepas fritas
con queso de mano dentro de una cesta y muy, muy cerca, una pequeña nevera. Al
principio el capitán y parte del comando no pudieron reaccionar, se necesitó de
un proceso de actualización, de aceptación, de realidad. La persona que buscaba
estaba allí, sentado, con una sonrisa a la vez que invitaba al capitán a
sentarse a su lado, pero el capitán lo que veía era un rostro redondo, con
barba y pelo largo y encrespado de Juan Barreto cuyo cuerpo estaba amorfo, y
aunque cubierto con una manta roja, se podía apreciar algunos edemas y celulitis
en parte de sus pies, es posible que tuviera más de 250 kilos. El capitán se
sentó a su lado abrumado ante la imagen de un ser que le comenzó a hablar
mientras veía como su cuerpo deforme por la grasa acumulada se movía a cada
gesto, a cada palabra hecha con ahínco. Le preguntó al hombre si realmente era
Juan Barreto Cipriani, la masa humana le confirmó que sí. Comenzó a hablarle de
su vida, sus títulos universitarios, su doctorado y posdoctorados, su ir por
paraninfos en diversas universidades del mundo, su actividades periodísticas y políticas
desde que perteneció a la Liga Socialista, su actividad como alcalde de Caracas
y cómo y por qué fue apartado del proceso revolucionario que tanto abrazó.
Explicaba que todo fue por culpa de una caída. Si, comentó con cierta ironía,
una caída de una tarima cuando era gobernador, por usar unos crocs, como tuve
unas semanas de reposo aumente varios kilos, debido a mis adiciones y
compulsiones al control, desde entonces mi comandante comenzó a burlarse de mí,
de mis zapatos capitalistas, de que aprendiera a usa alpargata; una ansiedad me
empezó a rellenar, aumentaba de kilo mes a mes, el comandante reprochaba en
público mi obesidad que cubría, según él, con camisas de mal gusto, siempre
bromeaba de que tenía que hacer ejercicio como él, de hacer dieta, se burlaba de
mi forma de hablar y de corregirlo cuando buscaba batallar entre ideas
posmodernas de socialismo y citar a sus autores, me acusó de vicioso por fumar
cuando todos sabían que él fumaba por los pasillos más intricados de
Miraflores, me dijo que si no me controlaba terminaría como un Heliogábalo, me
lanzó al ostracismo cuando me criticó el uso de la imagen donde ambos salíamos en
los periódicos, una imagen paterna que en algún momento le molestó, me mandó a
cancelar todas las publicidades donde saliéramos juntos, porque yo estaba muy
gordo, también me criticó mi visión socialista de los problemas de vivienda porque
decía que lo imitaba con el uso de las expropiaciones, y eso de expropiar al Country
Club, le pareció una burla no al pueblo sino hacia él, pero creo que en el fondo
su progresivo odio hacia mí fue porque sencillamente al comandante no le
gustaba los gordos, quizás un resabio de los que sufre muchos militares, en la medida en que alguno de su
equipo engordaba, se desproporcionaba su silueta, lo rechazaba; dicen que por
eso se divorció de Maríaisabel, porque su mujer engordaba mes a mes a punta de
empanadas y Chávez definitivamente le tenía miedo a la celulitis, siempre he
pensado que sufría de cacomorfobia, es decir, fobia a las personas obesas y por
esa fobia, me apartó de cualquier proyecto, ministerio o proceso de la
revolución. Aunque seguí con el proceso a mí manera, todos pensaron que era un
loco intelectual que no encajaba con el devenir autentico de la revolución, una
revolución que por culpa de los hermanos Rodríguez se transformó en un barco de
ira que recogía las inversiones iracundas de las personas con la promesa de una
venganza total o del advenimiento de una justicia global, esa fue mi última
advertencia al comandante, del rumbo que tomaba la revolución en nuestra última
conversación privada, sus últimas palabras hacia mí fueron: ¡ponte a hacer
ejercicio!, ¡gordo de mierda! El capitán se levantó de la silla, subía los piso
pensando qué equipo especial necesitaría para sacar a una persona con un cuarto
de tonelada en su cuerpo desde un tercer piso subterráneo, obviamente
necesitaría a un médico bariatra y personal especializado para estos casos,
¿habría en Venezuela? o sencillamente dejarlo morir de hambre como hizo la
tiranía de Maduro al pueblo y donde él y su familia perdieron kilos, masa
muscular y su padre parte de su visión por falta de nutrientes y vitaminas, pero
la Corte Penal Internacional se lo prohibiría seguramente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario