Sabía
que tenía que irse, lo que no sabía era lo que ocurriría luego, que se
convertiría en el mejor coleccionista de granizo. Salió del país porque resultó
ser una región propicia para los experimentos ideológicos, para las éticas sin
centros, para aumentar las amarguras, las impotencias, los odios entre las
miradas. Llegó a otro país donde él no le interesaba a nadie, donde no tenía ni
amigos, ni familia, ni historias, ni muertos, ni idioma. Llegó a un país lleno
de mitos que no podía conocer, narraciones que nunca imaginó que existirían,
soledades adosadas al silencio y al pasar. Él no era nadie, su subsistencia
provenía de un trabajo intercultural que halló por error: laborar en un
restaurante. Reflexionó que la comida es el principal medio de
transculturización pero luego no poseyó metodologías para seguir merodeando los
pensamientos ajenos y propios. Trabajó en el restaurante, en todos sus
recovecos, en lavar platos, en picar cebolla y pimentón, en freír papas fritas
y limpiar la nevera y la cocina hasta dos veces al día. Allí olía la canela
ahogada en mantequilla blanca, la carne desvaneciéndose en los jugos de un
tomate sin patria, la pasta desovillándose de sus envoltorios y dejando un leve
rastro de harina en la mesa. Ayudaba en la cocina, lavaba por horas platos,
vasos y tazas y siempre el piso, la nevera, la cocina, el baño; así, año tras
año, mientras veía las noticias de su país que se arropaba con ilusiones, mientras leía los
mensajes de su familia pasando hambre, de sus amigos declarando guerras sin
armas y alguno de sus amores sufriendo por enfermedades nuevas sin esperanza de
curación, se sumía en una profunda depresión que sólo el mordisquear de sus
uñas calmaba. Luego de dejar la cocina y de comer lo que sobraba como frituras,
sopas, panes, tortas, jugos y a veces porciones de pasta o papas rebosadas de
crema agria; recordaba el hambre que pasaba su padre que había perdido doce
kilos, al igual que su madre, sus hermanas, sus sobrinos, sus cuñados, sus
amigos. El hambre no espera, consumía todo, todos lo días la desnutrición
afloraba en los rostros de sus connacionales, no había forma de ayudar a
engañar el hambre en el país, no había forma de mitigar el dolor por falta de
medicina o revisar futuros inciertos, no había remedios, ni libros, ni café.
Todo era devorado por una economía hiperinflacionaria que mermaba las esperanzas
y desaparecía las previsiones. Él dolor lo embargaba y mientras sabía que todo
lo que había dejado en su país se moría de hambre, observaba a los comensales
del nuevo país dejando pan, torta, arroz, café en los platos; dejando algo que
no podían consumir, engullir, tragar y él terminaba por obligación botándolo. Durante sus años
trabajando en el restaurante lo único que siempre observo fue que nadie dejó su
porción de carne, no importaba cómo, cuándo, dónde, se cocinó, adquirió y
sazonó, siempre se comían la carne. Una noche supo que sus padres desfallecía
de hambre, había pasado muchos meses sin comer completo, trató de enviar comida
por alguna organización internacional, pero todo era tergiversado: las cantidades,
los precios, los productos. Esa noche la impotencia le hizo comerse más que sus
uñas, morderse los dedos, arrancar sus cutículas. Desde entonces, cada cierto
tiempo se devoraba trocitos de piel arrancados con sus dientes, pedazos de
sangre coagulada que recordaba una angustia o lamía sus impotencias entre
lágrimas insonoras. Él tiempo pasaba, su país se desdibujaba en cuentos
grotescos, su pueblo se transformaba en
fantasma. Su padre murió, luego su madre, sus hermanas, ya casi nadie
sobrevivía, y cuando lograba conectarse con sus sobrinas o cuñados había un
leve tono de psicosis derivado del hambre, de la miseria, del control
ideológico. Cuando murió su padre se corto un gran trozo de su dedo pequeño del
pie izquierdo y lo masticó por horas. No sabe si fue un homenaje, una pulsión
caníbal, una sensualidad nuclear derivada de una ansiedad antropófaga; pero
continuó, al morir su madre se cortó casi una falange de algún dedo de su mano
derecha. Su cuerpo se había llenado de cicatrice, casi todas de cortes precisos
y pequeños, haciendo su piel ajada. A veces cuando hacía el sexo con una
prostituta que paseaba algunas noches cerca del restaurante, ella le preguntó por
esas heridas, él le habló de las torturas, de las revoluciones, del socialismo,
del poder; la prostituta entendía más de lo que él suponía, porque también
había llegado a aquel país para escapar de las debacles propia de un ego
fascista que había tomado el poder, con seducción infantil su país, trazado
futuros sin arte y sin perplejidades. Él supo que no podía regresar, ¿para qué?
Sus padre y hermanas habían muerto, sus amigos habían desaparecido en el
tiempo, en el espacio, su memoria había disminuido. Trató por años de no saber
más de su país, ni de sus hambres, ni de sus muertos, ni de sus políticos; pero no
podía dejar de cortarse, de morderse, de chupar gotitas de sangre, de succionar
pequeños pedazos de su piel. La culpa, la impotencia lo embargaba, buscó una
solución en aquella prostituta con las que pasaba las noches de frío o calor en
la pequeña habitación donde él organizaba una vida de pobreza. En algún momento
ella le dio una respuesta, la misma que le había funcionado a ella y le
permitió reconciliarse con lo efímero de la vida, una respuesta inquietante y
casi sin agarres: coleccionar granizo. Al principio no entendió, pero ahora,
cuando abre su pequeña nevera, ve los frascos de vidrios con etiquetas de los
lugares y las fechas donde granizó, silenciosamente se olvida de la carne, de
la mala suerte, de las tragedias carnavalescas que se desarrollan entre los
telones de los actos revolucionarios.