Lo conocí en la
mina de coltán cuando fui jefe de los intereses comerciales de la transnacional, él tendría
ocho años aproximadamente, ayudaba a contar las piedras, personas, dinero así como
las malas palabras para los capataces de la zona, a veces multiplicaba los golpes de cincel, dividía los latigazos de castigo, sumaba las plegarias y restaba las esperanzas. El joven Kono me resultó agradable, así
que le enseñaba algo de la álgebra, geometría y trigonometría en mi oficina, algunas tardes,
cuando el cansancio físico se acumula y sólo nos queda pensar, le enseñaba matemáticas que en su escuela
ignoraban y a la cual cada vez asistía menos. Una tarde le estaba explicando
números neperianos y semanas después las claves para resolver derivadas e
integrales las cuales aprendió con facilidad que envidié, pues a mí me llevó
años dominarlas en la escuela de ingeniería. Pensaba que los niños genios en
las matemáticas eran más una historia de los padres que de la naturaleza, pero
Kono no tenía padres, murieron en la guerra en la que ellos no participaban, como muchos, pero cuya inexistencia es el resultado lógico de los genocidios, así
que vivía en una aldea cerca de la mina con una tía tuerta y con un dedo en cada mano. Traté de ayudarlo,
a que fuera a una buena escuela en la capital por lo que hablé con unas hermanas
religiosas que lo aceptaron en uno de sus centros educativos en Kinsasa. Antes
de abandonar el país lo visité, había pasado tres años y ya esbozaba la
conjetura de Poincaré para, a partir de su teorema desarrollado por Perelman,
hallar nuevas formulaciones prácticas. Ayer vi una foto de Kono en las
noticias de la noche mientras bebía un vino merlot y mi gata Sophie dormía sobre mis piernas, había pasado diez años. Un periodista explicaba cómo decenas de
refugiados subsaharianos murieron al hundirse un bote cerca de la costa, todos indocumentados
menos uno que poseía algunas cartas de matemáticos, libros de cálculos y un
diario con anotaciones y su nombre: Kono, estaban anudados a su cuerpo y protegidos con
plásticos, como sabiendo su suerte en el mar. Las autoridades le dio curiosidad
esas cartas, llamaron a los matemáticos que las firmaron, los tres de diversas universidades, explicaban que deseaban becar a Kono. Los tres hicieron esfuerzos para
regularizar su visa, para que tuviera dinero para el vuelo, pero por diversas
causas y corrupciones, Kono viajó desde el Congo hasta el Mediterráneo como
ciento de aquellos que huyen de un lugar de nacimiento hacia un lugar de muerte con
la esperanza en el medio de realizar un sueño. Quizás contó los kilómetros
andados a partir de una base logarítmica inusual, quizás visualizó nuevas estructuras de fractales en los tupidos bosques que atravesaba reconfigurando las dimensiones de Hausdorff-Besicovitch, quizás calculó las
posibilidades teóricas de la gravedad entrópica de Verlinde mientras dormía en
el desierto de Níger, quizás repasó la
sucesión de Fibonacci, para afirmar justo ante de subir al bote, que las olas de mar las cumple como los
pétalos de las flores; quizás encontró un sentido que nunca podrá explicar y
que el cementerio marino arropará como a todos aquellos que desean expresar algo
que millones no quieren oír.