domingo, 6 de noviembre de 2011

MI AMIGA JAPONESA Y YO EN HIROSHIMA

     
Niños oyendo explicación en Hiroshima
Llego a Hiroshima, fue un viaje largo desde la primera vez que oí esa palabra, como nombre de una vecina lejana, ella se llamaba Hiroshima. En mi niñez nunca supe por qué se llamaba así y quizás ella tampoco lo supo, o sencillamente una vez su padre oyó hablar de Hiroshima, de la bomba, de la muerte, y colocó ese nombre a su hija como metáfora, como nombre conocido que siempre se asociará con algo exótico, con algo catastrófico. Ninguna mujer en Japón tiene el nombre de Hiroshima y leyendo los kanji nos da la idea de una isla amplia, espaciosa (広島). En mi juventud vi documentales y leí sobre Hiroshima, y siempre sentí algo extraño por esa palabra. Ahora estoy en esta ciudad, que fue devastada por una bomba atómica y que cambió el panorama de la racionalidad humana, del sentido de la existencia y del concepto de religiosidad. Es posible que la posmodernidad tenga varios orígenes, pero seguro uno fue la bomba atómica, o por lo menos eso percibo, así como seguramente percibieron: Adorno, Sartre y Canetti. 

Genbaku
Mientras camino por el parque de la paz y veo la cúpula del genbaku, (原爆ドーム), un edificio que estaba muy cerca del punto de explosión de la bomba, un edificio de ladrillo, concreto y hierro que queda de pies y que muestra las heridas de los errores humanos. Al lado hay un parque, camino por él y observo a cientos de niños y especialmente adolescentes que lo visitan, vienen de distintos lugares de Japón, rinden algunos cultos, especialmente a la escultura en homenaje a los niños, un monumento dedicado a Sadako Sasaki y su titánica lucha por hacer mil grullas (千羽鶴) para salvarse y salvar a toda una generación de infantes que sufrieron las consecuencias de la radiación. Los jóvenes corren y se empujan entre ellos, mientras otros toman fotos y sonríen. Todos son alegres, quizás porque poseen el escudo de la inexperiencia, ven todo como si asistieran a un laboratorio, a un espectáculo de iniciación, observan algo que les pertenece pero que no cuestionan por qué. Al final todos salen contentos, corriendo, mirando sus móviles y detrás varios profesores y fotógrafos que le comentan la historia y toman fotos profesionales de aquel encuentro que seguramente pronto olvidarán. Entro al museo y una carga de memoria me invade. Veo fotos que quizás nadie le hubiera gustado ver, tomar o mostrar, leo relatos de tragedias, de muertes. Todo crece como una espiral sin sentido. La historia cambia, la historia tiene interpretaciones, la historia a veces son narraciones de guerras o de amores, la historia fascina porque siempre hay un antes y un después; pero en Hiroshima la narración está congelada, no avanza. Hiroshima es un narrativa estática, infinita sobre sí misma, agobiante, asfixiante, desesperante. Uno puede entender la carrera atómica, de hecho le comenté a mi Amiga Japonesa que los japoneses también construían una bomba atómica bajo la guía de uno de sus mejores físico, discípulo de Bohr, Yoshio Nishina, pero mi Amiga Japonesa miraba con ojos triste, lloraba viendo. Yo buscaba hacer una historia, un principio, ideas perversas de qué hubiera pasado si en lugar de los EE.UU., hubiera sido Japón o Alemania los detonadores de la bomba, pero al final todo se detenía a las 8:15 del 6 de agosto de 1945, al final no merecía la pena narrar, contar, sino quedarme ahí sintiendo con dolor profundo, un dolor que uno espera que no se repita, y por primera vez en años busqué una oración para aquel momento estático, pero ya no tengo oraciones, sólo dolores y seguridad de continuaciones ambivalentes. Por primera vez vi a mi Amiga Japonesa llorar.      
Dibujo que representa a la gente refugiándose en el río después de la explosión atómica

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